Enclavado entre las montañas de la Cordillera Central, justo al otro lado de la frontera se encuentra Capotillo, un pueblecito soñoliento del que me enamoré.

Este es un artículo sobre el redescubrimiento, sobre el reencuentro con viejos amores viajeros, sobre más de 300 millas en el pasado. No se trata sólo de un plato que no había visto ni probado en décadas, sino de volver a un lugar en el que no he estado desde hace casi el mismo tiempo.
Se trata de descubrir que la memoria no siempre es traicionera y que el presente no siempre consigue borrar el pasado.
Hace dos semanas nuestra familia inició una peregrinación en la que cruzamos el país desde Punta Cana hasta Capotillo. Una distancia increíblemente larga, para los estándares dominicanos. No sólo iba en busca de inspiración, sabores y comidas de lo más profundo del país, sino también en busca de algunos recuerdos desvanecidos.
Llegué a Capotillo por primera vez hace más de dos décadas, prácticamente en otra vida. De aquel viaje, recuerdo lo impresionante que fue ver los cambios del bosque de cactus entre Montecristi y Dajabón a los pies de la Cordillera Central. El clima cambia y la flora se vuelve verde, abundante, colorida. Pero el recuerdo más vívido de mi anterior viaje a Capotillo fue la tranquila belleza del lugar, la ausencia de pobreza abyecta, una existencia digna que resulta refrescante para los ojos y el alma.
Capotillo es más conocido por su lugar en la historia. Fue allí donde la crucial batalla contra el imperio español allanó el camino de la independencia dominicana. Un impresionante y muy bien cuidado monumento -que francamente parece un poco fuera de lugar en la cima de la verde colina rodeada de pinos y palmeras- marca el lugar histórico. Pero no fue el monumento en sí lo que más me impresionó de esta pequeña comunidad.
Lo que más recordaba era el pueblo en sí. Durante mucho tiempo, guardé el recuerdo de una pequeña comunidad tranquila, impresionantemente limpia, con lindas casitas campesinas, recién pintadas con colores vivos y jardines rebosantes de flores.
Y mangos. Por todas partes. Tantos mangos que eran como una alfombra en la carretera, en los patios delanteros. Maduraban, llenos de dulzura de miel y jugosidad chorreante, y servían de alimento a los pájaros y a la propia tierra. Eran los mangos más dulces que jamás había probado.
Al lado de la carretera se pueden comprar, si no te apetece recogerlas tú mismo, junto con dulce de cajuil, dulce de leche, semilla de cajuil tostadas y muchos otros productos elaborados con los cultivos locales. Por supuesto, tuve que coger algunos para llevarlos a casa.
Si llegas a Capotillo en busca de turismo, no tendrás suerte. No hay ninguno. Salvo el infrecuente viajero curioso, como nosotros, nunca han visto a un turista. No hay hoteles ni restaurantes, y si te encuentras con hambre, simplemente tendrás un colmado local, y bajo un techo de paja saciarás tu sed con agua embotellada fría, y disfrutarás de la conversación con los lugareños, meciéndote lentamente hasta alcanzar un estado de felicidad en las viejas y chirriantes mecedoras con vistas a los árboles flamboyanes. Y sueña…
Pero tienes que venir a visitar Capotillo y comprobarlo por ti mismo.